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jueves, 20 de enero de 2011

POLLAS





           El título de esta nueva sección, en mi Manual de Anatomía Veraniega, representa de por sí menos un exabrupto que un deseo de exactitud verbal.
Si se tratase de un simple tratado médico, habría estado obligado a escribir Penes, ese término que todo lo impregna de pomposo tecnicismo, de ridícula meticulosidad morfológica. Un pene es una cosa que suena tan absurda que no merecería la pena poseerlo, si no fuese porque puede llamarse de otra forma distinta.
Si tuviese la intención de redactar un mero discurso doctrinario, tal vez hubiera debido recurrir a la palabra Falos, pero tiene una equívoca sonoridad que más parece portuguesa que española, con la languidez que eso implica, con las saudades y luares y aljubarrotas que ello arrastra, demasiado labiodental para el asunto que encierra, y demasiado cercana, en el diccionario de las rimas fáciles, a ese cantar lusitano con nombre de pilila vocalista: el fado. Así que debemos rechazarlo.
Como debemos rechazar la palabra Pililas, que infantiliza de forma irremediable todo lo que nombra, y no por cuestión de tamaño, sino de ecos afectivos. Una pilila sólo se puede llevar colgada en una edad pueril del conocimiento. De ahí que muchos adultos que imaginen tener suspendido otro género de apéndice, en realidad cobijen una trivial pilila del carácter.
De manera que el único término serio con que se puede designar ese modo de estar en el mundo es el que hemos escogido – polla- , tan natural, tan enhiesto de sus elles sin rubor, tan sin pecado en su fonética ordinaria. Porque las metáforas hortofrutículas, y toda la caterva metafórica no son dignas de entrar en nuestra casa, la residencia de aquél a quien el poeta báquico denominó en sus himnos el amigo más a mano.
Para algunos – o, para la mayoría, durante buena parte de la existencia -, a fuerza de ser una manera de mirarlo todo, constituye una forma de no ver nada: de no ver otra cosa que no sea la cosa misma, la cosa en sí, que es la expresión epistemológicamente adecuada y germánica para decir polla sin que nos tomen por gente frívola y carente de espíritu. Aunque a decir verdad, el espíritu, la carne y el espíritu de la letra andan tan revueltos en la imaginativa – como gustaban de decir los clásicos -, que son una y la misma cosa: la cosa en sí.
La cosa en sí representa una suerte de filtro que colorea las cosas, que las tiñe con el barniz del deseo, con la pátina sensual, con el óleo que segrega ese apéndice artístico, cuya etimología - penis, es decir, pincel - nos adentra en su hondo cometido: la representación del universo.
De esta kantiana prolongación - permítanme que tome el nombre del maestro en vano - se ha dicho casi todo, aunque la mayor parte quede por decir, no en balde ha dado origen a la poesía trovadoresca, a los poemas épicos, al artefacto cultural que conocemos bajo la denominación de amor romántico, y a buena parte de la inquietud que gobierna a las criaturas humanas, ese curare que, en lugar de inmovilizarnos, nos empuja a abandonar nuestra casa, a ambicionar lo que no tenemos y a promover la guerra en nuestro corazón. Pero no se ha dicho que constituye el primer instrumento artístico de la primera de las artes, anterior al lenguaje articulado: la pintura rupestre. Los primeros bisontes abstractos de la historia fueron los garabatos que un antropoide cualquiera trazó, mientras orinaba, en las paredes de su refugio. Las primeras vedutas de la humanidad fueron los cálidos esfumados de sombra que diseminó sobre la roca el primer hombre, prefigurador de todas las Venecias, y todas las Meninas, durante su cálida micción matinal.
Desde entonces, los que nada pintamos proseguimos en la tarea de averiguar qué pintamos aquí, de averiguarnos, aunque nada más sea en la modesta costumbre con que trazamos la rúbrica paleolítica de nuestra meada sobre la tapia al sol de cada día.

1 comentario:

  1. Buenísimo el texto,tan bueno como "tetas". Considero que la ilustración queda un poco pretenciosa. Un placer encontrar este blog.

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