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miércoles, 12 de enero de 2011

CALEFACCIÓN CENTRAL

   Si la memoria, cuyo secreto afán consiste en engañarnos, no me engaña, la siguiente greguería de Ramón Gómez de la Serna la escribió Jorge Guillén, en el primer Cántico: Radiador, ruiseñor del invierno. Corrían tiempos de entusiasmo vanguardista, y los poetas sucumbían a esa cándida tradición milenaria: cantar la novedad. La gripe de los Ismos contagiaba el mundo, con sus ultraísmos, sus futurismos, sus maquinismos, sus surrealismos, y sus dadaísmos, y las revistas se poblaron de manifiestos, y los cuadros de aviones e imágenes descompuestas, y los poemas entonaron vítores a las máquinas de escribir, a los neones de las avenidas y a los transatlánticos.
   Tengo para mí que las vanguardias constituyen el sarampión del arte que todo artista debe padecer, porque todo artista está obligado a pasar por la adolescencia, esa emotiva variante de la idiotez y la desinformación. De ahí que casi nadie se salve de ser un poco vanguardista y un poco iconoclasta a los dieciséis años. Lo lamentable es albergar veleidades de ese género a los setenta y siete, porque si un adolescente vaguardista representa una ingenua equivocación, un vanguardista anciano constituye un ejemplo de mequetrefe, la caricatura andante de quien no ha superado la adolescencia artística.
   Mi ración de vanguardismo privado se limita al sereno frenesí de sumarme al homenaje hacia los radiadores de calefacción. Pero mi cántico en realidad proviene – hiperbolicemos – de la más pura tradición clasicista, aquella que nos aproxima a las cavernas, que nos devuelve a los bisontes pintados con sangre y pigmentos, que nos regresa a la noche primigenia de la especie, cuando la punta de flecha, y el cántaro de barro, y la cacería en grupo. Con ese espíritu rupestre enciendo yo la calefacción cada nuevo invierno, como quien rinde adoración al dios que danza entre las llamas de la hoguera, con el altamirano asombro risueño del pitecántropus que dentro de mí se pasma por los milagros ínfimos.
   Cuando llega el frío – este frío mediterráneo que en realidad no lo es -, procedo con fervor religioso al rito de apretar el interruptor de la caldera. La caldera, la gran madre ruiseñora de mi bandada doméstica. Quienes disponemos de esa fe superior que consiste en carecer de una fe determinada – y que por ello cree, sin necesidad de tener en qué creer – nos entregamos a cultos inocentes, a minúsculos dogmas intransferibles, a ínfimas idolatrías sin pecados ni mártires, sin castigos ni infiernos: encender la calefacción, arrebujarnos en nosotros mismos, dormitar bajo el sol falso de nuestros radiadores con un libro en las manos.
   El aire acondicionado se recibe con fastidio, se enciende con un cierto mal humor redentorista, pero la calefacción, que tiene además el pedigrí sublime de las fogatas, de los braseros, de las chimeneas, se aplaude y ovaciona. Purgo los radiadores igual que se recoge al pájaro convaleciente que cayó de su nido. Escucho el borboteo del agua que circula instalación abajo, con unción de melómano naturalista, de ornitólogo musical en mi arboleda imaginaria, porque ese gorjeo de tibieza me anuncia la llegada del confort volandero, esa magna creación del hombre en su beato sillón, y al que los vanguardismos y las adolescencias calificaban de invento decadentista y burgués, como si hubiese alguna gloria en la penuria y la incomodidad. Acerco la mano agradecida hasta el metal sonoro, y se me puebla toda la piel de trinos cálidos, porque más que un paseante sin destino, en el invierno soy un propagandista de la Benemérita Orden de la Calefacción Central. Aquí, en las marismas templadas de mi casa a cubierto, giro la espita del termostato con la precisión armoniosa del músico que pulsa las teclas en su clave bien temperado, y entonces se expande por el aire esta melodía ardiente y migratoria.

1 comentario:

  1. angel massa navarro15 de enero de 2011, 4:55

    Carlos, ¿como se te ha ocurrido una redacción tan larga, para un hecho tan simple como encender la calefacción? Bueno, muy bueno

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