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jueves, 27 de enero de 2011

ACCIÓN DE GRACIAS



Si hay algo que nos defina, algo que nos nombre y nos explique, consiste en lo que hacemos. Somos hombres de acción. Si somos hombres, en el glorioso sentido de la palabra - que no siempre adquiere tintes de gloria - es por nuestro obrar, por nuestro construir, por nuestro edificar. No podemos librarnos de la tarea que supone hacer: un hacer que abarca todos los ámbitos, en especial el del pensamiento. Porque pensar representa un ejercicio tan físico como cualquier esfuerzo corporal, y exige su sudoración, su calentura, su fatiga. De la misma manera que los trabajos del cuerpo no son del cuerpo sólo, sino también del alma. Los atletas - por nombrar a todos los deportistas bajo su advocación excelsa -, en contra del parecer más obvio y de la opinión popular, constituyen un ejemplo de forzados de la abstracción, cuando la abstracción se vuelve de carne y hueso: ir un poco más allá en el espacio, arrebatar un nadie sabe bien qué al tiempo, hacerse algo más fuertes contra quién. Aunque no lo sospechen, los deportistas están confabulados en aumentar la leyenda espiritual del hombre.
       No existen tareas menores, porque la tarea que construye el mundo, con su infinitud de infinitos resultados, está hecha de enormes minucias. Por fortuna se dan las jerarquías, pero cualquier trabajo bien hecho apuntala el universo, erige la vida. A pesar de la mala reputación de la palabra trabajo, que empieza por su etimología de tortura, pocas cosas dicen tanto de nosotros. Somos animales de carga, criaturas laboriosas. Y cuando nuestra labor es vocacional, cuando nuestro trabajo es gustoso, se elevan a la condición de obra. Un muro de buena fábrica, un teorema de riesgo, un relato de honduras peligrosas, un lienzo que nos conmociona en su color, una fruta en su punto, una música en su mejor acorde, un relato que nos fuerza a las lágrimas. Todo vale, si todo se dirige a su posibilidad más grande. En un templo sin dioses, la divinidad se manifiesta en cualquier hecho de la tarea humana, si esa tarea persigue el honor, que no es una palabra hueca, sino la obligación de servir de ayuda, de consolar, de volvernos más felices.
       El comienzo del siglo XXI ha sido oscuro - cualquier siglo lo es, visto en la distancia. Nuestra inventiva se ha dirigido más de lo saludable hacia el lado maléfico de nuestra naturaleza. Hacia aquello que no constituye trabajo, trabajo gustoso, sino afán destructivo. Escuchar demasiado a la bestia de la curiosidad malsana - en la esfera de la ciencia y de la tecnología, sobre todo - nos ha llevado a abrir puertas que no deberían abrirse, a frecuentar caminos que no deberían transitarse, a despertar a aquellos monstruos que mejor hubiesen estado siempre dormidos. Esa demencia - mal que nos pese - forma parte de nuestro poder y de nuestra epopeya: de nuestra epopeya más oscura, de nuestro poder más siniestro.
        Sin embargo, contra nosotros mismos, contra nuestros estímulos homicidas, contra nuestras creaciones perversas, prevalecen nuestras gestas más dignas. La belleza que sabemos crear es más duradera que el dolor que infligimos. Más aún: no podemos infamar el mundo, no podemos manchar la existencia. Por mucho que lo pretendamos. La realidad acerca de la que podemos hablar y discurrir adquiere su esplendor en nuestra obra.  Nuestro hacer, en su fondo más nuestro, significa una acción de gracias hacia la vida.


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