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viernes, 14 de enero de 2011

LAS LUCES ENCENDIDAS

¿A quién alumbran las luces encendidas? Más allá de la evidencia, ¿qué iluminan las luces? ¿Para quién permanecen en vela y tratan de negar la oscuridad alrededor? ¿De qué pretenden ser testigos? 
      Las luces, claro está –siempre quieren las luces que todo quede claro, que todo venza a las sombras- sirven a quien las usa, iluminan al que lee en la penumbra de su despacho, al que trabaja en el rincón de su taller, al que camina por las aceras de su ciudad. Las luces, tan intangibles, son una herramienta, son un instrumento, se convierten, nada más aparecen, en corpóreas. Las luces poseen un fundamento de naturaleza maternal. Uno ve una luz a lo lejos, cuando avanza con dificultad sobre la nieve, y ya se siente a salvo. Uno navega en mitad de los mares, y cuando de repente atisba las intermitencias de un faro en la lejana costa, por no se sabe qué extraño conjuro de la luminotecnia, se descubre en compañía, se imagina libre de peligros. Las luces irradian una suerte de calor que es exclusivamente humano. Allí debe de haber un fuego. Allí debe de reinar la concordia. Allí debe de haber una cama mullida en la que reponerme. Allí debe de haber un plato humeante y una copa de vino. Allí, tal vez, me estará esperando mi destino mejor, mi merecida fortuna, mi yo más necesario. Sí, las luces sirven a quienes quieren servirse de ellas, a sus iluminados.

    Pero ¿a quiénes sirven las luces para nadie, las luces al descuido, las luces encendidas y olvidadas? Esas luces que resplandecen en los cuartos vacíos. Esas luces que hacen guardia en las casas en las que no hay nadie. Las luces del alumbrado público en las calles desiertas de la madrugada. Ese farol en la fachada del edificio, mientras sus dueños están lejos,  tal vez pensando en el farol de la fachada. ¿No alumbran a nadie?
    En mi opinión sí alumbran algo, sí son de utilidad. Permanecen encendidas para hacer más visible lo que apenas se percibe, para recordarnos que hay mucho entre lo oculto, para que nos rindamos a la evidencia de que no todo lo que sabemos es todo lo que hay, todo lo que podríamos saber, todo lo que acabaremos por saber algún día.
    De niños lo supimos, cuando corríamos por el pasillo arriba, encendiendo las luces para conjurar las presencias extrañas, los fantasmas que acechan en los recovecos de las habitaciones, dentro de los cajones de las cómodas viejas, detrás de los roperos, colgados de las perchas del armario.. Lo supimos con la certeza de la piel y sus escalofríos.
    Las luces que no parecen alumbrar a nadie alumbran lo que parece no existir, pero que existe. Cuando cerramos la puerta de casa y salimos al mundo, despierta el mundo oculto de las casas, el que dejamos atrás, con sus habitantes alados, con sus espíritus protectores, con sus duendes domésticos de naturaleza burlona (esos que extravían nuestras gafas, esos que ocultan aquellas tijeras, esos que descuelgan el cuadro del salón con estrépito).
Juan Ramón dijo que lo peor de la muerte debe de ser la primera noche. Quién sabe: esperemos que al otro lado la luz esté encendida.

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